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                          Roberto Artemio Gramajo

Un ciclo de casi 150 partidos en primera, de más de 50 goles y el amor de la gente hacia él 

Imagino que no era difícil la diversión para todos los pibes de aquel pintoresco pueblito de La Banda, en la provincia de Santiago del Estero. La infaltable gomera, los perros vagabundos y las frutas maduras robadas de las quintas formaban parte del paisaje de aquellos pibes que, rara vez, podían darse el lujo de patear una pelota de cuero.

La pobreza era invitada permanente de aquellos humildes hogares y, cuando alguno conseguía “una pelota de verdad”, el picado se armaba enseguida y todos sus pequeños actores mostraban sus habilidades jugando descalzos. En verdad, todos se parecían en ese aspecto. No había muchos que usaran calzado y, si los había, no arriesgaban romper semejante “lujo”, un par de zapatillas, jugando a la pelota. Si hasta en los torneos de fútbol infantil se admitía, por entonces, que los chicos jugaran descalzos.

En esa geografía santiagueña nació, creció y se desarrolló Roberto Artemio Gramajo, El Chango, “nuestro Chango”, felizmente llegado a este mundo, en un hogar numeroso, el 28 de julio de 1.947. Pasó sin sobresaltos la etapa escolar pero sólo porque su padre era el mayordomo de la escuela y le perdonaban todas las travesuras que, su genio vivo y desenvuelto, le llevaba a cometer a diario con su natural desparpajo. Después de varios torneos y campeonatos más o menos “en serio”, con la cancha marcada, camisetas todas iguales y hasta alguien que alcanzara un poco de agua durante los partidos, lo anotan en la quinta división de Central Argentino, en su pueblo natal. Comenzó allí el gran problema para el Chango: debía usar obligadamente botines de fútbol. Jamás los había calzado y le costó un enorme esfuerzo de voluntad adaptarse a ellos.

Un año más tarde, cuando apenas tenía 18 comenzó a presagiar que ese esfuerzo valdría la pena. Ya había debutado en la primera de su club siendo todavía un adolescente pero, la alegría de llegar a la división superior se contraponía con las obligaciones que ello le demandaba: detestaba las exigencias emanadas de su condición de jugador de primera división y, como años atrás en la escuela, más de una vez se hizo la “rabona”. La selección de la Liga Cultural de Santiago lo tenía en la lista cada vez que había que defender los prestigios el fútbol lugareño. Hasta que llegó la grata sorpresa desde Rosario; otro santiagueño notable jugador y mejor persona que brillaba en el fútbol superior vistiendo nuestra casaca auriazul, el zaguero José “La Chocha” Casares, interesó a los dirigentes  de Central para que gestionaran su contratación.

Y en 1967, el ojo visionario de La Chocha Casares y la decisión de un presidente notablemente emprendedor -Don Adolfo Pablo Boerio- posibilitaron la incorporación de Gramajo a Central. Su pase costó 4 millones de pesos, dinero de entonces, y ese mismo año debutó en la primera división demostrando sus notables cualidades, además de un abdomen impropio para un jugador profesional. El estreno fue el 29 de octubre de 1.967, en la 8va. Fecha del torneo nacional y no pudo ser más exigente; Central enfrentaba a uno de los finalistas del anterior Torneo Metropolitano: Platense. Ganó Central 3 a 0 con coles de Timoteo Griguol, del Prócer (antes de serlo) y del “Bocha” Bielli dejando, el Chango, una excelente impresión tras ese partido.

El Chango presentaba todas las características de un jugador físicamente “no trabajado” y, poco a poco, fue mejorando ostensiblemente. Mientras se ponía en forma, seguía acumulando experiencia en la reserva dirigida por el Pepe Minni, su técnico de entonces. A partir de 1968 ya sería titular definitivo en la primera. Responde siempre con su infaltable buen humor santiagueño, con su rapidez mental para definir una jugada y su enorme despliegue físico que contrasta con la imagen parsimoniosa de sus comprovincianos. El Chango era toda vitalidad una vez que fuera buscado y tomaba la pelota por el andarivel izquierdo del ataque centralista. Su pique corto era demoledor y lo iniciaba siempre imprevistamente, en apenas un metro, sorprendiendo a su marcador de turno que, cuando reaccionaba, ya había sido ampliamente superado. El despliegue de Gramajo era tan motivador que hacía poner de pie a todos nosotros en las tribunas; cualquiera fuese el resultado de su acción quedaba flotando en el aire, por unos segundos, el murmullo de la gente. Sus momentos estelares coincidieron con los momentos de mayor brillo de Rosario Central. Adquirió la “manía” de hacerle goles a los del laguito y volver loco a su marcador.

A propósito de goles del Chango, éste que te cuento ahora, marcado en noviembre de 1970, no me lo contaron, lo vi con mis propios e incrédulos ojos y lo grabé en mi retina para siempre: SI HASTA LAS LÁGRIMAS SE ME CAYERON. Aquella tarde en el chiquero fue para todo el pueblo canalla, una jornada inolvidable. Mi garganta de 18 años de edad, estuvo doliente durante toda la semana de tanto gritarlo, no quedó ni un solo leproso (ahora pingüino) por las calles, estaban todos escondidos, lo juro, avergonzados. El partido lo ganamos 4 a 1, si mal no recuerdo, no debieran confiar mucho en mi memoria, pero qué importa ese dato, ¿verdad? El Chango venía de hacerle un gol parecido nada menos que a Pepé Santoro, el uno de Independiente y por la TV, en “vivo y en directo”, como se decía por aquellos tiempos.

Si la memoria no me falla, me parece que fueron, los dos goles, muy seguidos uno del otro. El arquero de ellos era el pobre de Fenoy, el gol del Chango fue un presagio de lo que tendría que sufrir un año después, en el Monumental, con la palomita del Prócer. Por Dios, lo que fue ese gol: apiló a un montón de ellos entrando al área por izquierda del ataque nuestro, creo que su marcador era un tal Musante, lateral derecho de la lepra, sobre el arco que da al palomar, en el chiquero, antes de rebautizarlo cubetera; enfrentó a Fenoy, le hizo una hamaca con la cintura y lo dejó sentado en el césped, pero al tranquito, cansinamente, bien a lo santiagueño, seguro de sí mismo. Llegó a la línea demarcatoria del gol, pasó la pelota 20 cm. dentro del arco, la puso debajo de la suela, luego la tomó con las manos y regresó al centro de la cancha mostrándosela a la hinchada de ellos, FUE APOTEÓTICO, EXTRATERRENAL, LO JURO.

La canallada, emocionada, no gritó el gol como se grita cualquier otro, nos quedamos todos estupefactos durante unos segundos, sin reaccionar, hasta que despertamos y entonces sí, fue todo un delirio auriazul que, hasta hoy, recuerdo con mucha emoción y nostalgia. No es común, ni es fácil, ni es espontáneo gritar un gol semejante. A cualquier hinchada lo sorprende esa actitud.

Muchos testigos dicen haberlo visto con bronca y reprochar de mala manera dentro del vestuario al técnico, a la sazón Don Ángel, por haberlo reemplazado durante el encuentro final con Boca en el Nacional del ´70. No me consta, claro. Sí me consta, en cambio, haberlo visto aquella noche mágica del miércoles 22 de diciembre de 1.971, recogiendo un pase al centímetro del Prócer (ahora sí ya lo era), volcar todo su cuerpo, en carrera, hacia el costado izquierdo del arquero Irusta de San Lorenzo, para meterla por el otro lado. Era el empate de Central y el primer paso hacia el primer título de campeón. Cuando lo vi correr hacia nosotros, gritando su gol, supe que no dejaríamos pasar esa oportunidad de salir campeones. Esa noche era nuestra noche. Y así fue nomás.

Un año después, las lesiones y las nuevas generaciones de futbolistas, determinaron su transferencia al fútbol de Grecia. Se cerraba el 16 de junio de 1972, su último partido con la gloriosa a rayas verticales, un ciclo de casi 150 partidos en primera, de más de 50 goles y de una cantidad de afectos que hinchada y jugador nos prodigamos mutuamente, imposibles de medir a la distancia y que perdudaron el tiempo.


El Chango Gramajo, nuestro Chango, es un verdadero ídolo que posee, aún hoy, los auténticos valores que reconoce, celebra y aclama la incomparable hinchada de Rosario Central. Para vos Chango, los que tuvimos la suerte de verte jugar y los que no, con todo nuestro afecto incondicional y eterno. Simplemente... gracias.                                 



Edgardo Andrada

Si sumamos su increíble capacidad física, podremos entender por qué atajó hasta pasados los cuarenta.

Salía a la cancha todo vestido de negro. Buzo, pantalón y medias; sólo cortaba la monocromía un par de rodilleras blancas que, al primer revolcón quedaban también negras. Las canchas, antes, casi no tenían césped en las áreas chicas.

Edgardo Norberto Andrada, el “Gato Andrada” fue, es y será por siempre un ídolo canalla. Este tipo sí que la tenía muy clara. Una vez ingresado el equipo al terreno de juego, al Gato le agarraba una especie de “ataque convulsivo” y entraba a dar unos saltos impresionantes para calentar el cuerpo. En cada salto hacía tocar sus rodillas con la frente. Parecía que se iba a partir en dos.

Era la época en que los arqueros recién comenzaban a animarse a dejar de a poco los tres palos y salir hasta el borde del área a cortar una jugada del rival. Claro que eran jugadas muy espaciadas. La modalidad la impulsó Amadeo Carrizo.

El Gato era un arquero debajo de los tres palos como jamás he visto… y creo no volver a ver. Canalla desde siempre, jugador de selección. En nuestro club podría escribirse una historia muy larga sobre sus arqueros surgidos de las divisiones inferiores. Yo no los vi jugar a Cornejo ni  a Serapio Acosta; tampoco a Octavio Díaz, o a Quatrocchi, o a Ricardo. Recuerdo muy bien cuando el Gato comenzó a defender la valla en primera  división reemplazando a otro arquero de cuyo nombre no quiero acordarme.

Nacido y criado en el Barrio de Tiro Suizo. Allí jugaba al básquet en el legendario C.A.O.V.A. (Club Atlético Olegario Víctor Andrade). Un día fue a probar suerte en San Lorenzo, tentado vaya a saber por quién. Pero regresó y encontró la senda que lo llevó directamente a Arroyito. Empezó jugando en la cuarta, llegó luego a la primera local, después tercera, reserva y, por fin, primera división en su debut frente a Racing.

Y a partir de allí, fueron nueve temporadas consecutivas titular del arco canalla. Andrada era insustituible y, como buen Gato: irrompible. Por eso los arqueros suplentes debieron dejar el club o dedicarse a otra cosa. Daniel Carnevali (excelente arquero canalla) fue quien más tiempo tuvo que esperar.

Su talento era producto de una extraordinaria conciencia profesional; entrenaba como nadie, respetando siempre a la gente de Central. Se preparaba durante la semana para ser el mejor jugador el domingo. Si sumamos su increíble capacidad física, podremos entender por qué atajó hasta pasados los cuarenta.

Todos quedamos boquiabiertos aquél día cuando un nuevo técnico llegado al club dijo que no lo necesitaba. Y Andrada debió emigrar a Brasil; atajó en el Vasco da Gama casi una década. Hoy, después de tanto tiempo, los cariocas siguen reconociendo al Gato como el número uno de todos los arqueros que conocieron en su rica historia futbolística. Retornó al país para atajar en Colón, en Renato Cesarini y, en el final de su carrera, en el Torneo Interno del Club Provincial.

El Gato Andrada fue el tipo de arquero que cualquier futbolista y cualquier hincha quiere tener en su equipo.

                                                                          
 
        
Aldo Pedro Poy 
El Monumental de Núñez lo tuvo como protagonista principal de su mayor canallada.

Aquella noche de diciembre de 1974 lo vi caer al suelo, quedó tendido sobre el césped retorciéndose por el dolor, un sudor frío corrió por mi espalda y por la de otros miles de centralistas más. 

Un silencio increíble se apoderó el estadio. Le estábamos ganando, una vez más y como era costumbre por entonces, a los del parque con las clases prácticas que dictaba este verdadero “Maestro”.

Fue su última clase, la culminación de un ciclo que se había iniciado el 3 de octubre del ´65 cuando, debutando en primera división, enfrentaba a los de Huracán allá en Parque Patricios, siendo aún un chiquilín y vistiendo la camiseta Nº 7.

Él sabía cómo correr en la cancha, hacer una cortina, en qué momento frenar, de qué manera aprovechar la mejor ubicación de sus compañeros para descargar la pelota o recibirla de ellos, conocía y explotaba muy bien la vitalidad de Aimar, el despliegue de Bóveda, las subidas de González por derecha, la potencia arrolladora de Kempes y la movilidad de Cabral o el mejor perfil de Gramajo. Junto con el Gitano Juárez, a mi criterio, fueron los dos mejores “jugadores sin pelota” que he visto. Siempre libre, desmarcado, buscando los espacios, anticipando las marcas y arrastrándolas. El Aldo fue uno de esos escasos jugadores que jugaban y hacían que los demás jueguen también.

Nació centralista, nació en Arroyito cerca del Parque Alem y del Gigante. Empecinado en mirar siempre, y desde chico, la red en el arco rival. Fue goleador en los baby de Leña y Leña y de Talleres hasta que Central se lo llevó a sus inferiores en 1962. Sin saberlo, en aquellos tiempos, el Aldo comenzaba a escribir esta historia de nunca acabar.
Luchó siempre, despejó los nubarrones de críticas que, en sus comienzos, bajaban de las tribunas del viejo estadio de Arroyito, cruelmente hostigado por una parcialidad canalla exageradamente influenciada y ganó. Ganó porque el Aldo... nunca dudó. Mostró su temple, nos hizo ver a todos, incluso a sus detractores, su coraje y su convicción de vestir la casaca Nº 9 del más grande.

La tribuna, entonces, comenzó a descubrir su fibra canalla y su enorme talento futbolero y fue rápidamente convirtiéndose en adicta a Poy, como sintetizan las crónicas deportivas de aquellos años. Alguien, alguna vez, ilusoriamente quiso llevárselo a jugar a otras tierras. Pero como la misma tierra llama a su gente, el Aldo esperó escondido en una isla y se quedó. Estaba llamado para realizar grandes proezas. Condenado a la inmortalidad, el Aldo se convirtió en ídolo, el más grande ídolo de Central de todos los tiempos.

En el ´70 Central quería ser campeón. Despojado arteramente por los intereses porteños de semejante halago, en una final lamentable contra Boca y contra el árbitro Ángel Coerezza en el Monumental, el Aldo se erigió como el abanderado, apretó los dientes, sacó a relucir toda su estirpe canalla y esperó la revancha que se produjo al año siguiente, por aquel glorioso ´71. Y fue campeón, por primera vez, junto a su Central querido de toda la vida.

El Monumental de Núñez, testigo presencial de sus amagues y gambetas, que un año antes había preanunciado el milagro que habría de suceder, lo tuvo como protagonista principal de su mayor canallada: imitó el vuelo de una paloma, se elevó por el aire y, con ese gol a los leprosos, pasó tempranamente a la inmortalidad aquel 19 de diciembre de 1971.

Supo decir el Aldo: “Aquella vez, cuando hice el gol de palomita, el pecho se me hinchó de alegría... Era algo difícil de explicar, parecía que iba a reventarse el corazón. Y corrí hacia la tribuna, hacia aquellos hinchas que nos habían seguido tantas veces a Buenos Aires, a San Juan, a Jujuy, a todos lados...Después recuerdo el retorno a Rosario. La gente me abrazaba, me besaban, me llamaban “Maestro”, “Ingeniero”, qué se yo...Un día tocaron a la puerta de mi casa y apareció una señora mayor. Traía una valiosísima pulsera de oro, con una leyenda tallada que decía, simplemente: “Gracias Aldo”.

Ese fue Aldo Pedro Poy como jugador. Cuando llegue su momento de ser un mito, llegarán otras generaciones de muchos otros canallas que repetirán la historia, que invocarán su nombre bajo el grito, también inmortal, y cada vez más guerrero: “Aldo Poy, Aldo Poy el papá de ñulsolboy”.

Pero es cierto, aquella noche de diciembre de 1974, el mismo año en que integró la selección nacional, se iba ayudado por los camilleros, con la rodilla destrozada, el gran ídolo centralista. Aquella bandera que empuñó el Aldo espera ser recogida, alguna vez, por quienes lo suceden. Él le ganó primero a su propia tribuna, haciéndole un gol sobre la hora, tribuna que lo convirtió, con la nobleza de quienes queremos bien, en su figura más querida.

Por eso Aldo te digo que hoy, cada vez que entro al Gigante, me hago ilusiones y te recuerdo casi en blanco y negro cuando de pibe te veía jugar con tu camiseta de piqué bien transpirada. Si todavía me parece verte correr por el Gigante que nunca te conoció, escondido detrás de tus enormes bigotes negros, al acecho de la oportunidad, quebrando la cintura cerca de la medialuna del arco rival, poniendo la bocha debajo de los tapones, tu cabeza levantada, junando la posición del compañero mejor ubicado para descargar. Recién vuelvo en mí, cuando mis hijas, una a cada lado sentadas en la platea, me tocan el hombro diciéndome: “Papá, estás llorando”. ¿Sabés qué pasa Aldo? que, cada vez que te recuerdo, cada vez que añoro aquellos tiempos de tardes de gloria azul y oro, o mientras escribo esto, qué se yo, se me pianta un lagrimón, de alegría por supuesto... y de nostalgia. Vos me entendés, claro.

Con el tiempo te has convertido en el más grande ídolo de todos y, lo peor del caso, es que lo sabés Aldo... lo sabés



Don Angel Zof 

Es una de las figuras más representativas del sentir centralista.

La figura estilizada de aquel jugador fino, de buen tratamiento de pelota pero nada “lerdo” a la hora de poner todo lo que hay que poner dentro de una cancha de fútbol y jugando para Central, se confunde un poco con su imagen de hombre de “afuera”, del que observa desde el banco de suplentes, serio, amable y conversador.
Las dos imágenes corresponden a distintas etapas de la vida profesional de Ángel Tulio Zof, sí “Don Ángel”, el viejo y querido maestro de tantos futbolistas canallas triunfadores y cargados siempre de éxito deportivo.
Don Ángel -como lo bautizó en señal de sumo respeto la popular- es una de las figuras más representativas del sentir centralista de todos los tiempos, una figura insoslayable en cualquier reseña de verdadero contenido centralista.

Debutó en primera el 12 de octubre de 1950 y nada menos que ante los municipales del parque; se quedó con la azul y oro en el pecho hasta que, en 1956, fue transferido a Huracán. Volvió, años después, para ser protagonista esencial, pionero y precursor de la etapa más brillante de nuestro fútbol profesional.
El “Maestro” comenzó a modelar en 1970 aquel gran equipo injustamente subcampeón nacional, que un año después, y de la mano de otro Ángel, me refiero a Labruna, lograría el primer título que registra la historia grande de Central.
Pero aquella noche calurosa de diciembre de 1970 cuando Boca y su propio Ángel, sí Ángel Clemente Rojas y el árbitro Coerezza, curiosamente también llamado Ángel, le arrebataron al nuestro el campeonato nacional, la figura de Zof comenzó a elevarse en altura, para tomar luego una dimensión, dentro del fútbol argentino, hasta allí insospechada por la mayoría.

Con la misma humildad de toda su vida, con la humildad de los verdaderos grandes, ese “digno y estimadísimo caballero”, debió dejar una y otra vez su cargo de Director Técnico cuando las circunstancias lo exigieron. Pero su obra ya estaba en marcha; su estela de hombre de bien, transmitida a sus dirigidos, dejó un gratísimo recuerdo en todos los canallas de antes y los canallitas de ahora, quienes lo conocen y aprecian tanto como nosotros los más veteranos.
El estilo de juego que siempre prefirió Don Ángel es el estilo que él mismo jugó de muchacho y que no cesa de reclamar el pueblo auriazul; fue el técnico que le “puso su firma” al equipo que perfiló en 1979, bautizado “La Sinfónica” por la popular futbolera y por el periodismo deportivo de entonces, y que se alzó con el Nacional de ´80 con él a la cabeza.
Hoy su figura es indiscutida, muy querida y, con suma justicia, respetada por propios y ajenos. Don Ángel es un hombre exitoso, nadie lo puede poner en dudas; pero fundamentalmente, será siempre bien recibido en Rosario Central, que es su propia casa.

Cuando lo veas caminando por las calles rosarinas, no dejes de gritarle un encendido: ¡Grande Maestro!, o un ¡Bravo Don Ángel!, y verás cómo te responde alzando tímidamente su mano, mientras se le ilumina el rostro.
Todos los centralistas queremos hacerle este reconocimiento a usted, querido Don Ángel Tulio Zof, como parte de pago por tantas alegrías recibidas.



Mario Alberto Kempes

Para muchos, sin dudas fue el mejor jugador argentino de todos los tiempos. Un crack.

El 4 de febrero de 1974, apenas llegado a Rosario, Mario Alberto Kempes dijo: “quiero jugar en Central”. Esto viene a cuento porque el Standard Lieja de Bélgica -una de las más poderosas instituciones europeas por entonces-  ofrecía una montaña de dólares para comprar su pase.
Una vez escuché a alguien decir que no alcanzaba una sola hinchada en el país para hacerlo ídolo. Pero no fue así. La numerosa hinchada de Central, con el fervor que siempre la caracterizó, tan exigente como cálida lo convirtió en su eterno ídolo sin necesitar ayuda de nadie.

Cuando hablamos de fenómenos curiosos ¿de qué hablamos?. Mario Alberto Kempes -el “Matador”- fue, sin dudas, un fenómeno curioso. Por entonces, sin ser de Rosario ni de Central, hoy su rostro forma parte exclusiva de la bandera de los ídolos canallas. Claro que tenía un gran amigo en Rosario, un tal Aldo Pedro, que lo ayudó a adaptarse al club y a meterse en la historia grande de Central por aquellos tiempos.

Modesto y humilde, siendo casi un adolescente todavía, Kempes mostró en Rosario su imponente figura al bajar del micro en la Estación Terminal de Ómnibus Mariano Moreno, procedente de la localidad cordobesa de Bell Ville, su ciudad natal. Todavía lo recuerdo con el pelo casi rapado cuando le tocó hacer la conscripción militar obligatoria, la vieja “colimba” para cumplir con la Patria.

Un millón de pesos Ley 18.188, la misma cifra que otorgaba el primer premio de la Lotería de Santa Fe por semana, había ofrecido el club por la obtención de su tan ansiado pase.
Un día después de la concreción del pase, acordado con Instituto de Córdoba, Marito Kempes se puso a las órdenes de Timoteo Griguol. Entonces, el martes 19 de febrero del ´74 lo vimos aparecer por la boca del túnel del pre Gigante con la camiseta de piqué canalla a rayas finitas que tantas páginas de gloria nos trajo. Gloria sin grupo.

¿Este gordito es Kempes?, se le escapó a más de un canalla al verlo corretear sobre el césped. Estaba fuera de estado. Se lo veía un poco nervioso frente a semejante público en aquél partido amistoso, precisamente contra Instituto en el que ganamos por dos a cero. La entrada, que costaba veinte pesos (tómese en cuenta que una entrada al cine costaba 7,50 pesos), la compramos todos y llenamos la cancha como siempre. Había que recaudar un montón de dinero para pagarle a Instituto el resto de lo acordado por su pase. Y, una vez más, lo logramos. Sus propios compañeros decidieron asociarse al esfuerzo del club, y de todos nosotros, y optaron por no cobrar premio alguno por ese partido.

Y Kempes se transformó, casi de inmediato, en patrimonio del afecto de la hinchada de Central que no le perdonaba a Timo que lo tuviese en el banco de suplentes durante varios partidos. El experto viejo Timoteo advertía que, con las deficiencias físicas de Marito, le impedirían jugar en el fútbol profesional. Hace unos años, el propio Timoteo me confesó: “si lo ponía a jugar en ese estado, lo quemaba para todo el viaje”.

Un portento de jugador, impresionante. Vos, que lamentablemente no pudiste verlo jugar, imaginátelo un tipo fuerte, duro pero dúctil con la pelota, habilidoso, de gran pegada, zurdo, imposible de parar, inteligente, para nada egoísta. Marito comprendió, desde su inicio en Central, todo acerca del trabajo en equipo. Nunca se creyó figura a pesar de serlo. Para mí, como para muchos, sin dudas fue el mejor jugador argentino de todos los tiempos. Al menos de los que yo pude ver jugar. Ese primer año jugó 34 partidos convirtiendo 29 goles. Marito es el segundo goleador en la historia del fútbol profesional en Central detrás de otro gran ídolo canalla: Waldino “El Torito” Aguirre, aclarando que -éste último- jugó 77 partidos más que Kempes.

Lamentablemente la AFA se lo llevó a la Selección Nacional para jugar el Mundial de Alemania ´74. Digo lamentablemente, porque días después de su ausencia y la del Aldo, nada menos, nos tocó jugar aquella famosa final con los del parque en casa una tarde de junio, partido que terminó 2 a 2. No quiero imaginar el resultado de ese encuentro con estos dos monstruos en la cancha. Seguramente otra hubiese sido la historia.

Después se fue, se nos fue a jugar a Europa, al Valencia. Se generó una tristeza colectiva. Pero nunca lo perdimos porque, tal como siempre hemos sido los canallas con nuestros ídolos, toda vez que podemos los recordamos con mucho cariño y les hacemos saber y sentir que nuestra memoria está intacta.
Eso pasó en el Mundial ´78 cuando regresó a su cancha, ahora Gigante de Arroyito, vistiendo la casaca argentina. Marito, en aquellos tres encuentros contra Brasil, Polonia y Perú, sintió toda nuestra pasión y fervor canalla. Lo ovacionamos hasta la afonía.

Un goleador y su público volvieron entonces a encontrarse otra vez y para siempre. Marito Kempes está ubicado en ese sitial de ídolo indiscutido de la hinchada canalla, que lo sigue recordando y valorando como uno de los más excepcionales futbolistas que vistieron la gloriosa rayada.

Ya pasaron más de 30 años desde su partida del club; creo que nunca habrá otro igual… nunca.

 

 
 

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